La Posada del Potro

martes, 9 de febrero de 2010

Cuentan que un posadero, en tiempos del Rey Pedro I, alojaba a los huéspedes importantes en una habitación de la posada del resto de habitaciones, con el pretexto de evitarles molestias. Pasando por Córdoba un capitán que se dirigía a Sevilla, se alojó en dicha posada. Cuando dicho capitán se retiraba para dormir, guiado por el posadero, una misteriosa dama, a quien apenas pudo ver, le aconsejó que no durmiera.

El militar permaneció despierto, meditando acerca del aviso de la bella joven que parecía hija del mesonero, aunque sus finos modales lo desmentían. La noche era fea, y el viento y el agua azotaban las ventanas hasta que lograron abrirlas; había truenos y relámpagos y la única luz que había se apagó. Le parecía ver mil fantasmas y oyó como si se abriera una puertecilla. Entonces se retiro a un rincón y sacó su espada. No oía nada, pero sus ojos se dirigían a todos los rincones por si la luz de los relámpagos lograba divisar algo. Por fin, bajo el lecho vio la figura del mesonero que asomaba por una trampa del suelo, observándolo y esperando para ver si estaba dormido.

Furioso, se arrojó por una ventana al corralillo. Allí, casualmente estaba la muchacha que le había advertido; le empujó fuera del mesón y le dijo que fuera a Sevilla y le contara al Rey lo que allí pasaba. A los cinco días fue recibido por Pedro I en el Alcázar y este le prometió averiguar lo que ocurría jurándole que, si descubría algún delito, el mesonero sería ejemplo para los de su clase. Cuando el Rey llegó al mesón, mandó recorrerlo todo ante el espanto del mesonero. Hallaron la trampa bajo el lecho en el que alojaban a los viajeros ricos y encontraron a la joven que pedía venganza. Desenterraron multitud de cadáveres y encontraron numerosas alhajas y ropas robadas a los desgraciados huéspedes. De uno de ellos era hija la desgraciada joven que se interesó por el capitán.

El Rey, actuando con gran furia, agarró al mesonero del cuello y lo hizo salir en mitad de la plaza. Ordenó a unos verdugos que le ataran las manos a la reja de la posada y amarraran dos potros a los pues del hombre. Después azotaron a los caballos para que galoparan y lo despedazaran. Un grito de horror surgió de la gente, pero el Rey amenazó con hacer lo mismo al que pronunciase una palabra.

Momentos después, los brazos del hombre colgaban de las rejas y los caballos arrastraban el cuerpo por las calles cercanas. Don Pedro entregó al capitán como esposa a la bella joven, con todas las riquezas que allí se encontraban y prometió al Corregidor que si tenía que volver por allí para administrar justicia, la haría a él lo mismo que mandó hacer con el mesonero.

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