Leyenda de los comendadores de Córdoba

viernes, 18 de junio de 2010

La Leyenda de los comendadores de Córdoba está basada en un hecho histórico ocurrido en 1448 en la ciudad de Córdoba. El protagonista fue Fernando Alfonso de Córdoba, caballero Veinticuatro de la ciudad, quién asesinó a su esposa y a los dos caballeros que la habían seducido, Jorge Solier, comendador de Cabeza del Buey y Fernando Alfonso de Córdoba, comendador de Moral, ambos caballeros de la orden de Calatrava. La venganza de Fernando Alfonso también alcanzó a otros personajes, entre otros a varios criados.

El protagonista de la leyenda, Fernando Alfonso de Córdoba, yace hoy sepultado en la Capilla de San Antonio Abad de la Mezquita-Catedral de Córdoba, habiendo fallecido en la ciudad de Córdoba en el año 1478.

La historia y la leyenda

Fernando Alfonso de Córdoba era uno de los caballeros más relevantes de la ciudad de Córdoba. Destacaba por sus enormes posesiones y su inmensa fortuna. Además, gozaba de la amistad del rey Juan II de Castilla, padre de Isabel la Católica, lo cual le proporcionaba una sólida y respetable posición en la corte castellana.

Fernando Alfonso estaba casado con Beatriz de Hinestrosa, dama muy joven y de extremada belleza. Amaba a su esposa con igual apasionamiento que el día de su boda, y ella ejercía tal predominio sobre él, que era capaz de trocar el carácter guerrero y agresivo de su esposo, a poco que se lo propusiera, por otro más dulce, agradable y cordial, convirtiéndole en un persuasivo y sagaz diplomático.

Beatriz era envidiada por todas las mujeres de Córdoba a causa de su extraordinaria hermosura y a causa del amor que le profesaba su marido, que era absoluto e inquebrantable. Pero, sobre todo, la ilustre señora era muy tenida en cuenta a causa de la vida lujosa y encumbrada que había alcanzado con su matrimonio. A pesar de aquella regalada existencia, la pareja tan dichosa compartía una frustración, y era la de no haber tenido hijos. Ello enturbiaba la felicidad del matrimonio.

Cuentan las crónicas que hicieron todo lo posible y lo imposible por lograr descendencia, desde solemnes votos y promesas religiosas hasta conjuros de adivinos orientales y sortilegios de hechiceros mahometanos. Claro está que esto último les llenaba de remordimientos, pues sabían que se salían del marco religioso de sus vidas, pero confiaban en que la misericordia de Dios los perdonara, en aras de la búsqueda de legítimos herederos que, al propio tiempo, habrían de ser fieles cristianos.

Sin embargo, todo fue inútil. Fernando Alfonso, desengañado de brujos y doctores, pensó que tenía que confiar más en su amor y en la naturaleza y, convencido de que estas causas naturales se incrementarían en su palacio y en sus fincas de Córdoba, se resolvió a marcharse de la corte y volver a su ciudad para no separarse de su esposa, y vivir su unión matrimonial alejado de las perturbaciones políticas y cortesanas. El monarca castellano, que como es sabido le tenía en gran estima, no quiso dejarle marchar sin entregarle un regalo que le sirviera como recuerdo de aquellos tiempos pasados junto a su rey. Se trataba de un valiosísimo anillo, primorosamente trabajado, que se distinguía por ser una verdadera obra de arte. El profundo amor que el caballero cordobés dispensaba a su esposa se puso de manifiesto en esa ocasión, ya que le entregó a ella el anillo que le había regalado Juan II de Castilla.

No llevaban mucho tiempo en Córdoba, llevando una vida retirada, cuando un día recibieron la visita de sus primos, los comendadores Fernando Alfonso de Córdoba y Solier y Jorge de Córdoba y Solier, ambos hermanos del obispo de Córdoba Pedro de Córdoba y Solier. Ambos visitantes eran caballeros de la Orden de Calatrava y cada uno de ellos era comendador en una localidad, siendo Fernando Alfonso comendador del Moral y Jorge comendador de Cabeza del Buey.

Los dos jóvenes comendadores de Calatrava eran tan apuestos y gallardos como atractivos y cortesanos. Eran hermanos gemelos y había tanta semejanza entre ellos que incluso su mismo padre se veía en la imposibilidad de distinguirlos. Beatriz se apresuró a festejarlos y a dedicarles todas las atenciones que le fuera posible, pues no deseaba regatear ningún agasajo a aquellos destacadísimos familiares de su esposo. Así pues, las fiestas y banquetes en honor de los calatravos se fueron sucediendo y en todo momento presidía tales acontecimientos Beatriz.

Sin poder evitar el efecto que la hermosa dama causaba en su alma, el comendador Jorge, que no podía quitarle sus ojos de encima, se enamoró perdidamente de ella y muy pronto el amor por ella pasó a ser una incontrolable pasión. Los comendadores continuaron durante algún tiempo en Córdoba, y nada hacía pensar en que Jorge tuviera ni siquiera la posibilidad de declararle sus sentimientos a la bella mujer de su primo. Pero un acontecimiento totalmente imprevisto modificó sustancialmente las circunstancias de los protagonistas de esta historia.

Ocurrió que el Ayuntamiento de Córdoba tuvo que hacer una importantísima petición al rey Juan II de Castilla y como la persona más idónea para acelerar la gestión era el caballero Veinticuatro Fernando Alfonso de Córdoba, el Ayuntamiento aprobó por unanimidad que sobre él recayera la responsabilidad de desplazarse a la corte y dar cumplimiento a la solicitud municipal, transmitiéndosela personalmente al soberano castellano.

A Fernando Alfonso le desagradaba profundamente tener que distanciarse de su esposa pero no tuvo más remedio que cumplir con su encargo. Partió, por lo tanto, muy entristecido, si bien confiando en el honor y la lealtad de sus primos y de hecho, solicitó a los comendadores calatravos que cuidaran de su esposa.

Las gestiones cortesanas se fueron complicando y Fernando Alfonso se vio obligado a retrasar su retorno a Córdoba. Lo único que aminoraba un poco la tristeza de la separación de su esposa eran las cartas amorosas que ésta le enviaba, pues eran verdaderamente modélicas con respecto a la correspondencia que debe mediar entre marido y mujer enamorados y bien avenidos.

Al cabo de tres meses de ausencia las epístolas de Beatriz comenzaron a ser menos frecuentes y, al mismo tiempo Fernando Alfonso comenzó a recibir cartas de un fiel criado suyo en las que se le conminaba a regresar lo antes posible. Mientras permanecía en la corte, el caballero Veinticuatro recibió un día la visita del comendador Jorge, que venía desde Córdoba para solicitar una audiencia a Juan II. Los dos parientes hablaron encomiásticamente de Beatriz, alegrándose su marido de poseer tan buenas noticias sobre su mujer y de que los comendadores la tuvieran en tanta estima. Marchó Jorge a enrevistarse con el rey y después, regresó rápidamente a Córdoba.

Mientras tanto Fernando Alfonso recibió una orden del monarca por la cual le requería que se presentara ante él con la mayor urgencia. Una vez en su presencia, el rey le habló visiblemente enojado, y al preguntarle el caballero cordobés por el motivo, el rey le indicó que no se había comportado como un buen vasallo, ya que le había importado muy poco el anillo que le había regalado, ya que se lo había dado a su primo Jorge. El veinticuatro dijo al rey que no sabía a lo que éste se refería y entonces el rey le contestó que acababa de ver puesto en un dedo de su mano derecha el anillo que él mismo había regalado a Fernando Alfonso al despedirse de él. El caballero cordobés se puso lívido. De repente comprendió todo el bochorno que había caído sobre él. Se sintió invadido por la ira y un irrefrenable sentimiento de odio y de venganza le abrasó el corazón. Sólo pudo medio articular algunas palabras para decir que consideraba que guardar su anillo era lo mismo que guardar su honra, y que si había perdido la joya es que también había perdido el honor. Una vez dicho esto hincó su rodilla en tierra y solicitó al monarca permiso para poder recuperar ambas cosas, anillo y honor. El rey Juan entendió que algo grave le ocurría al digno caballero y le concedió licencia para regresar a su ciudad.
Iglesia de Santa Marina de Córdoba, frente a la que se alzaba la casona del caballero Veinticuatro Fernando Alfonso.

A lomos de su caballo, y sin tomarse más descansos que los necesarios para que su cabalgadura pudiera continuar, el ofendido caballero veinticuatro llegó a su casona de Córdoba, que se alzaba frente a la iglesia de Santa Marina pues nada deseaba tanto como hallarse ante su hogar. Beatriz salió a su encuentro y se mostró más enamorada y encantadora que nunca, tanto, que Fernando Alfonso llegó a dudar de que la afrenta fuera cierta. Por ello decidió aguardar y comprobar si se había cometido contra él alguna villanía. El aspecto de la morada del caballero era digno y satisfactorio y se oían risas y canciones. Fernando Alfonso casi llegó a convencerse de que su mujer era inocente e incapaz de ninguna traición.

Al amanecer salió al jardín, donde le esperaba su fiel criado Rodrigo, y este le informó de la horrible verdad, que Beatriz y Jorge eran amantes y que en infinitas ocasiones habían mancillado el hogar y el lecho conyugal del veinticuatro de Córdoba. Lleno éste entonces de furia y de deseo de venganza, juró que vengaría su ofensa. Aquella misma noche organizó una partida de caza con el fin de probar a sus primos, los comendadores calatravos. Tal y como él esperaba, ninguno de los dos quisieron formar parte de la expedición cinegética, con el pretexto de que tenían asuntos urgentes pendientes en la ciudad. Entonces Fernando Alfonso simuló ir solo a la partida de caza, dejándoles a ellos en libertad de obrar como quisieran.

En cuanto el caballero veinticuatro partió de cacería, se reunieron en uno de los salones Beatriz y una prima suya con la que compartía secretos y pecados, y con las damas se hallaron también los caballeros calatravos, Jorge, amante de la señora de la casa, y Fernando Alfonso, amante de la prima. Cenaron los cuatro y bailaron al son de un laúd, tañido con maestría por los jóvenes y alocados comendadores. Mientras tanto, el veinticuatro se deslizaba sigilosamente por el jardín y se dedicó a espiar a los culpables y a esperar el momento propicio para vengarse. Cuando las dos parejas de amantes dieron por terminada su alegre reunión, amabas parejas se retiraron a sendos aposentos de la casa. Ése era el momento que aguardaba el ofendido esposo de Beatriz. Con la velocidad de un rayo entró en el cuarto donde se hallaban su esposa y el comendador Jorge. Apuñaló primero a su esposa con una daga y después, con su espada, mató al comendador, que ya corría en busca de la suya. Seguidamente, entró Fernando Alfonso en la habitación de su otro primo y los mató a él y a la prima de su ya fallecida esposa.

Las ramificaciones de esta leyenda son espantosas, ya que hay autores que aseguran que no pararon aquí las muertes, y que el caballero veinticuatro mató a cuantas personas se encontraban en su casa y conocían su deshonra. Cuando Fernando Alfonso hubo cumplido su venganza, despareció en la oscura noche, seguido de lu leal criado Rodrigo, para tratar de dar olvido a su tremenda desgracia, ocultándose en algún lugar lejano.

Los hechos demuestran que el rey Juan II de Castilla tuvo enseguida conocimiento de lo sucedido y que, a petición de la ciudad de Antequera, en cuyo cerco se distinguió valientemente el caballero Veinticuatro cordobés, se le concedió un indulto real en 1449 y a él se acogió el inmisericorde verdugo de su esposa y de sus desleales parientes. Según parece, jamás volvió a aparecer por la corte.

El 22 de abril de 1474 dictó testamento en la ciudad de Córdoba Fernando Alfonso de Córdoba, ante el escribano público de Córdoba Fernán Gómez. Dicho testamento comienza así:

"Yo Fernando Alfonso, vasallo de nuestro señor el rey, y su veinticuatro de la muy noble ciudad de Córdoba, hijo mayor de Alfonso Fernández que Dios haya, Veinticuatro que fue en la dicha ciudad, vecino que so en la collación de Santa Marina de la dicha ciudad de Córdoba..."

Cuatro años después de haber otorgado testamento el famoso personaje, en 1478, falleció en su caserón del barrio cordobés de Santa Marina, y fue enterrado en la Capilla de San Antonio Abad de la Mezquita-Catedral de Córdoba. En ella descansan también los restos mortales de su segunda esposa.
Influjo de la leyenda de los comendadores de Córdoba en la literatura [editar]

Existe en la literatura española una obra de gran alcance, debida a la pluma de Lope de Vega y que es considerada como "comedia famosa". Su título es [[Los comendadores de Córdoba u honor desagraviado]]. La obra fue impresa en Madrid en 1609 en la Parte Segunda de las comedias de Lope de Vega. Años más tarde Marcelino Menéndez Pelayo la incluyó en el tomo XI de las Obras de Lope de Vega, editadas por la Real Academia Española. El argumento del drama escrito por Lope de Vega no presenta diferencias trascendentales con la leyenda que le dio origen. Conviene destacar que en una de las escenas iniciales del drama está contenida una de las más bellas interpretaciones poéticas sobre los caballos cordobeses.

El terrible crimen cometido por Fernando Alfonso de Córdoba fue enseguida recogido en la poesía popular. El ropavejero Antón de Montoro escribió unas octavas reales sobre el tema y un poeta anónimo compuso una canción, poco después de ocurrido el trágico suceso, que el pueblo cordobés se apresuró a difundir:

"Los comendadores / por mi mal os vi / ¡Yo vi a vosotros / vosotros a mi¡ / ¡Al comienzo malo / de mis amores, / convidó Fernando / los comendadores ...¡"

Historia y leyenda en torno al Alcázar de Córdoba

"El Alcázar descrito por Ibn Baskuwal es el mismo designado por algunos autores antiguos como Balat Ludriq (Palacio de Rodrigo), no porque lo hubiera construido sino porque cuando fue vencido por los árabes y su reino conquistado, como supieron que le servia de residencia cada vez que venía a Córdoba, le llamaron por su nombre. No se sabe por quién fue construido, pero la opinión más generalizada entre los ayam/s (Cristianos o bárbaros) es que fue uno de los antiguos reyes que vivió en el castillo de al-Mudawwar (Almodóvar), fue quien lo construyó.

Y cuentan lo siguiente: un día, yendo el rey de caza, llegó a un lugar a donde más tarde fue construida Córdoba, que en aquel entonces era un desierto o ruina ('jarab’); el Sitio ocupado por el alcázar estaba cubierto por impenetrable maleza. Cerca de este lugar el rey soltó su halcón favorito, el cual se elevó al campo que más tarde llamó kudyat Abu Ubadat (Monte o peña de Abu 'Ubaydat); pasándolo y descendiendo en la espesura, el halcón voló en busca de una perdiz. Siguió el rey hasta perderlo de vista pero no viéndolo aparecer y temiendo se hubiera enredado entre las ramas y se hallase en la imposibilidad de moverse, el rey ordenó cortar la maleza. Mientras su gente se encargaba de cortar la maleza fue descubierta la cúspide de un magnífico edificio de asombrosa estructura, construido con grandes bloques de piedra unidos entre si con plomo fundido. El rey, añade Ibn Baskuwal, que era un hombre inteligente y emprendedor, ordenó inmediatamente que se excavara alrededor y el edificio fue rápidamente descubierto en toda su extensión. Continuando su trabajo, los obreros llegaron a los cimientos, los cuales se encontraban sumergidos en agua sobre un lecho de pequeñas piedrecitas, puestas allí por un antiguo procedimiento. Cuando el rey vio esto, dijo: "No hay duda que esta obra es de algún famoso monarca y debo reconstruirlo."

Ordenó que este edificio fuese reintegrado a su estado primitivo; hízolo habitable y desde entonces lo visitó a menudo como cualquiera de sus castillos reales. Cada vez que hacía una excursión por su kura o pasaba cerca de él alguna expedición militar, residía en él durante algún tiempo. Esto indujo a muchos de sus súbditos a establecerse en la vecindad y así, poco a poco, se construyó la ciudad de Córdoba, quedando el alcázar en su centro, el cual, desde entonces, fue morada de los reyes que se sucedieron. Acampó en él Ludriq cuando marchó a su encuentro con los árabes en Shiduna..."

* Documento núm. 295 Aparece en "Anales de la Córdoba musulmana" de Antonio Arjona Castro. Publicaciones del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba 1982.

El avaro judío

Un hombre, pobremente vestido, está sentado delante de una mesa. La habitación está casi vacía, salvo por la silla donde se sienta, un tablón desgastado que le sirve de mesa y una vieja arqueta en el suelo. Frente a él, en la mesa, amontona monedas de oro y joyas a medida que los cuenta.

Llaman a la puerta. Se apresura a guardarlo todo en la arqueta antes de salir a la puerta. Allí hay una mujer, que angustiada, comienza a contarle su historia. Es pobre, apenas le queda nada y no tiene qué comer. Necesita dinero. El ávaro la mira en silencio, sin responder. No le impresiona la historia. La ha oido cientos de veces y la respuesta es siempre la misma.

- ¿Qué puede ofrecerme a cambio? - “Nada tengo, señor, salvo mi casa” - "Eso valdrá" responde, haciendole saber los términos del acuerdo.

La mujer, al oir el alto interés que tendrá que pagar, comienza a llorar y suplica no sea tan severo. El responde que nada puede hacer: es un negocio y lo demás, no le importa. Después guarda silencio. La mujer, finalmente, se ve vencida, y asiente con la cabeza. El redacta el papel; ella lo firma, hecho lo cual, se dirige con gesto cansado al interior de la casa: se escucha el abrir y cerrar de puertas y al cabo de unos minutos, vuelve el ávaro con el dinero prometido. Ella lo toma, le entrega el papel y se marcha.

El viejo, al verla salir, retoma su trabajo. Saca el dinero y lo cuenta. Una vez terminado, lo anota en un pequeño libro que guarda en el arcón, de donde saca una bolsa donde introduce el dinero. Lo toma y marcha a guardarlo. Mientras baja las escaleras del inmenso sótano donde guarda su riqueza, piensa en lo cansado que está, y murmura que, pese a todo, debe seguir con el negocio, aún no es bastante su riqueza.

Al subir, encuentra a su hija. Una mujer joven, casi una niña. Se dirije a la cocina, a preparar la cena. El viejo, de nuevo en la habitación, apaga la vela, para ahorrar y se sienta. Apenas han pasado unos momentos cuando su hija lo llama. Hay un caballero en la puerta que pregunta por ti, le dice. Muy bien, ahora lo atiendo. Ella asiente y se marcha. Sale al zaguán donde un hombre joven lo espera. Al verlo, desaparece la sonrisa de su rostro, dando a entender el profundo desagrado que el viejo le provoca.

- Tenga buena noche, señor - Aquí tienes tu dinero. Cuentalo si quieres, dice, a modo de respuesta. - Eso no es necesario, señor. Espero que su merced haya recordado el interés que fijamos y lo haya incluido. - Por supuesto. Di mi palabra, y ahora cumplo. Entregamé el papel que le firmé y acabemos con esto, dice agriamente.

El viejo, sin responder el tiende el papel. El caballero lo toma con gesto violento, da media vuelta y sin despedirse, sale de la casa.

El viejo lo observa mientras se marcha. Y después, con una sonrisa, se vuelve hacia el saco que el caballero ha dejado en el suelo. Intenta cogerlo, pero es demasiado pesado. Por varias veces lo intenta, sin éxito. Finalmente, decide llamar a su hija.

Ella, siempre solícita, escucha atentamente a su padre. Nunca ha bajado al sótano, y trata de memorizar las instrucciones. Finalmente, toma la vela y se dirije a la entrada. Levanta la tapa y se adentra por el hueco de las escaleras. Al llegar a bajo, repite las instrucciones: a la derecha, después a la izquierda... así, recorre varios pasillos. De pronto, se entremece y mira alrededor asustada. Una corriente de aire apaga la vela y queda a oscuras en medio del laberinto. Duda entre seguir o regresar, y a tientas, busca el camino de vuelta, pero la oscuridad y el miedo la traicionan y no encuentra el camino. Finalmente, comienza a llamar a su padre. Pero la respuesta que obtiene es el eco de su propia voz. Espera, pero nada ocurre. Se desespera y empieza a gritar y gritar....

El viejo, mira intranquilo el hueco del sótano. Debía haber regresado ya, piensa... y es entonces cuando escucha la voz que lo llama... Toma una vela y baja con rapidez. Se mueve con agilidad por los pasillos, pero cada vez que se acerca a la voz, esta suena en otra parte o se vuelve lejana... así las horas pasan y el viejo, cada vez más desesperado, busca sin cesar. Finalmente, decide pedir ayuda. El sitio es demasiado grande y por eso no la encuentra, dice intentando tranquilizarse.

Una vez en la calle, comienza a gritar a sus vecinos “¡ayuda!”. Estos, sonnolientos, se asoman a la ventana para ver qué ocurre. Al verle ponen cara de desagrado, la mayoría vuelve adentro, pero algunos, deciden bajar. El viejo, intentando parecer sereno, les cuenta:

- Mi hija bajó anoche al sótano y no regresó. La he buscado toda la noche, pero no consigo encontrarla; es demasiado grande para una sola persona. Si tuvierais a bien ayudarme...

Los vecinos se miran extrañados. Cómo puede una persona perderse en un sótano -se preguntan. El viejo les responde:

- En realidad, es una red de pequeñas galerías, casi un laberinto. Tiene tantas galerías y pasillos que es fácil desorientarse y perderse dentro: es por esto que yo solo no puedo. Les ruego....

Suenan de nuevo murmullos, pero una voz se levanta sobre el resto y dice: "Vamos"

Al oirlo, todo el mundo calla y le sigue hacia la casa del anciano. Allí, toman tantas velas y candiles pueden y bajan al sótano, dónde comienzan a buscar. Comienzan llamando a la muchacha, pero al oir la débil voz, callan y escuchan. Se mueven de un lado a otro, incansables. Las horas pasan y el viejo está cada vez más alterado. Finalmente, los oye que suben todos, y suspira aliviado. Pronto, su cara se torna en mueca a ver que vuelven sin la niña.

- "Es imposible, señor. La vez se acerca y se aleja de nosotros. Quizá haya salido ya, y lo que hemos oido sea el eco" - Pero eso no es posible. Yo estuve aquí todo el rato, y nadie entró ni salió, salvo sus mercedes...

Sin más respuesta que un encogerse de hombros y un “lo siento”, el grupo sale de la casa.

Allí queda el viejo solo.

Es de noche, y el viejo, como cada noche, se sienta en su sillón. Pero ya no cuenta el dinero. Sólo escucha, aterrorizado, angustiado, la voz que día tras día, al caer la noche, comienza a sonar, llamandole a gritos.